Cuando llegó el domingo, la ansiedad me tenía loca. Me levanté de un salto de la cama y empecé a probarme ropa. Revolví todo desquiciada, me enojé y lloré varias veces hasta que me decidí por un recatado vestido gris pero que no dejaba de enaltecer las curvas delicadamente.
A las diez menos cuarto ya estaba en la Iglesia. Me senté en el primer banco de la izquierda y oí Misa devotamente sin dejar de mirarlo lo más fijamente posible.
Él esquivaba mi mirada pero, de a ratos, me buscaba.
Cuando terminó la celebración, me fui presurosa a la sacristía y me metí sin anunciarme. El cura se estaba desvistiendo. Mientras se sacaba la casulla, enmarañado entre tanta tela, no había notado mi presencia. Entonces puse suavemente mi mano sobre su cíngulo y le ofrecí mi ayuda.
Se sobresaltó un poco pero no reaccionó hasta unos segundos después. Me miró fijamente y tomó mi mano deslizándola con fuerza y ternura a la vez sobre su alba.
Mi pecho subía y bajaba agitado…mis labios se humedecieron y…y…golpearon la puerta.
Él soltó mi mano como si se tratase de un hierro caliente y ambos despertamos de un sopor confuso.
-Pase.
-Padrecito, acá le traigo la colecta. ¿Dónde la dejo?
-Déjela ahí, por favor, en el primer cajón. Gracias.
-De nada, padrecito. Después quisiera pedirle que me bendiga unas estampitas que traje.
-Ya voy. Ahora estoy ocupado pero en seguida voy.
La vieja me miraba con desconfianza. Con un recelo que me daba bronca.
Al fin, salió pero dejando la puerta abierta y sin despegarme los ojos de encima. Yo miraba el techo.
Amadeo suspiró profundo. Me miró inquieto y me dijo:
-¿Podés esperarme un ratito? Yo termino con estas cosas y vuelvo. Así estamos solos y podemos charlar más tranquilos. ¿Sí?
-Sí…
-Ya vengo…