jueves, 28 de enero de 2010

Ese domingo...

Cuando llegó el domingo, la ansiedad me tenía loca. Me levanté de un salto de la cama y empecé a probarme ropa. Revolví todo desquiciada, me enojé y lloré varias veces hasta que me decidí por un recatado vestido gris pero que no dejaba de enaltecer las curvas delicadamente.

A las diez menos cuarto ya estaba en la Iglesia. Me senté en el primer banco de la izquierda y oí Misa devotamente sin dejar de mirarlo lo más fijamente posible.

Él esquivaba mi mirada pero, de a ratos, me buscaba.

Cuando terminó la celebración, me fui presurosa a la sacristía y me metí sin anunciarme. El cura se estaba desvistiendo. Mientras se sacaba la casulla, enmarañado entre tanta tela, no había notado mi presencia. Entonces puse suavemente mi mano sobre su cíngulo y le ofrecí mi ayuda.

Se sobresaltó un poco pero no reaccionó hasta unos segundos después. Me miró fijamente y tomó mi mano deslizándola con fuerza y ternura a la vez sobre su alba.

Mi pecho subía y bajaba agitado…mis labios se humedecieron y…y…golpearon la puerta.

Él soltó mi mano como si se tratase de un hierro caliente y ambos despertamos de un sopor confuso.

-Pase.

-Padrecito, acá le traigo la colecta. ¿Dónde la dejo?

-Déjela ahí, por favor, en el primer cajón. Gracias.

-De nada, padrecito. Después quisiera pedirle que me bendiga unas estampitas que traje.

-Ya voy. Ahora estoy ocupado pero en seguida voy.

La vieja me miraba con desconfianza. Con un recelo que me daba bronca.

Al fin, salió pero dejando la puerta abierta y sin despegarme los ojos de encima. Yo miraba el techo.

Amadeo suspiró profundo. Me miró inquieto y me dijo:

-¿Podés esperarme un ratito? Yo termino con estas cosas y vuelvo. Así estamos solos y podemos charlar más tranquilos. ¿Sí?

-Sí…

-Ya vengo…


domingo, 24 de enero de 2010

Primera Confesión

La primera confesión con el padre Amadeo fue más o menos así...
Como ya les conté, yo me había arrodillado en el confesionario para esperar al sacerdote.
Cuando se puso la estola púrpura, empecé a sentirme realmente compungida y pensé en volver al redil sinceramente:
-¡Ave María Purísima!
-Sin pecado concebida, padre.
-Dígame...
-Mire, padre -sólo escuchaba su voz cadenciosa y vislumbraba apenas una sombra de sus labios perfectos-, hace mucho que no me confieso y he faltado mucho a Misa pero quiero volver a ser una devota practicante y ayudar en lo que pueda en la parroquia.
-Eso es muy bueno, hija. Siempre hacen falta manos que colaboren en la obra del Señor.
-Yo no soy su hija.
-Claro...es sólo una forma afectuosa de llamar a las hijas espirituales...
-Pero yo no soy su hija. Usted es un hombre y yo una mujer.
-Pero yo soy sacerdote...
-Eso no cambia la naturaleza, señor cura.
-Es verdad lo que dice, señorita, pero sepa respetar mi investidura.
-Yo no le he faltado el respeto. Solamente estaba charlando.
-Está bien. ¿Algo más que quiera confesar?
-Sí. He tenido pensamientos impuros con un hombre prohibido. ¿Quiere que le cuente por qué es prohibido?
-No, no hace falta. Es necesario que se lo quite cuanto antes de la cabeza.
-Lo sé. Por eso lo confieso.
-¿Algo más?
-Sí. ¿Cómo se llama, padre?
-Soy el padre Amadeo.
-Bello nombre para un sacerdote...No recuerdo nada más. Absuélvame, padre, que he pecado.
-Bien...de penitencia le va a rezar un misterio del rosario a la Virgen Dolorosa para que purifique su alma y sus pensamientos.
-Yo quisiera realmente enmendarme ayudando en la Iglesia. ¿Qué puedo hacer?
-Venga el domingo a la Misa de 10 y después hablamos.
-Está bien, padre. Gracias.

Recé el pésame como mejor me salió, me absolvió y me fui al banco a cumplir con la penitencia encomendada poniendo la mejor cara de estampita posible. Trataba de imitar hasta en los gestos a las imágenes santísimas que me rodeaban.
Realmente quería cambiar pero no podía dejar de pensar en el domingo y esa charla que parecía una promesa...el nombre de Amadeo resonaba suave y dulce en mi cabeza

lunes, 18 de enero de 2010

En el principio...

Todo empezó en el verano del 2007.
Por aquel entonces yo tenía unos florecientes 27 años.
Amadeo había llegado a principios de enero a la parroquia. Perdón, el padre Amadeo Casas, recién ordenado y recién salido del Seminario.
Yo no era de ir muy seguido a la Iglesia. De hecho, estaba atravesando por una crisis de fe importante y detestaba a los curas junto con sus cirios enormemente. ¡Esos farsantes, zánganos disfrazados con camisones!-pensaba.
Pero cuando llegó Amadeo todo cambió. Él no era como los otros. Era un ángel caído del cielo. Parecía que flotaba en la levedad y pureza de su ser.
Fue una señal.
Entonces supe que algo iba a cambiar y que la gran confusión en la que se anegaba mi alma tendría remedio. Todo eso supe desde el momento en que mi mirada se cruzó con la suya por primera vez mientras yo pasaba por la vereda de la Iglesia sin sospechar siquiera mi destino.
Todo fue tan claro que sólo tuve una opción: redimirme. Así que entré inmediatamente y esperé al novel sacerdote arrodillada en el confesionario para que me diera el santo sacramento de la Reconciliación con sus benditas manos.
Era el principio de la redención y del pecado que me hacía volver y volver cada tarde a confesarme.
¡Ay..! El padre Amadeo y sus manos benditas...